Ser poeta y barakaldés hoy en día no encierra ningún misterio, pero en el tiempo en que Crisóstomo de Ibaibe paseaba su voluminosa figura por las calles y arrabales de la localidad fabril, ser poeta significaba pertenecer a otro mundo, un mundo huesudo y desubicado, no por propia elección, sino porque el día a día condicionaba -¡y de qué manera!- qué necesidades habían de ser perentorias y cuáles permanecer relegadas. Era un tiempo, en definitiva, proclive a la marginalidad artística que no favorecía en absoluto el spleen. Así lo entendería al menos el común de los mortales, no así , en cambio, el poco común y hoy desaparecido Crisóstomo de Ibaibe, pionero, entre muchas otras cosas, en la superación de la dicotomía entre el arte y la vida, entre el poeta y su obra.
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